Por: Edgar Claure Paz
La música no es solo la impresión estética provocada por la belleza de sus armonías sino un camino, un motivo para los más diversos sentimientos. A veces es el reencuentro con los recuerdos ocultos en las profundidades de nuestro subconsciente y con la dulzura bucólica cuyo sabor hemos olvidado en medio del tráfago a que nos obliga la necesidad de sobrevivir y de mantenerse vigente en una sociedad donde, cada vez más, los sentimientos valen menos.
La música, cualquiera que sea su ritmo, o su origen, o la edad, tiene la virtud de renovar en nosotros la capacidad de conmoverse y de recuperar el amor a la tierra profunda ‑la que abandonamos llenos de sueños ‑ y de volverla a compartir; es detenerse en la comunión con un pasado sin retorno salvo por la música y la poesía melancólica de las letras de las lugareñas canciones.
Recuperar la alegría y volver, paso a paso en el tiempo, a descubrir el color del viento y de la luz del atardecer valluno: todo eso es posible cuando se está con los Kjarkas, esos alegres virtuosos que conquistan multitudes y les llevan de la mano a conocer su tierra, a hablar su idioma natal, a tomar la chicha de nuestros abuelos, a soñar bajo los sauces llorones en la orilla de sus arroyos y a entender la intención de su nombre quechua que dice que Kjarka es temblor, es miedo, es doblegarse estremecido ante la fuerza del viento. También es emoción, es el escalofrío que se siente ante el recuerdo hualaycho de quien se pasa la vida cantando como jilguero enamorado del valle de Capinota.
Los Kjarkas viajan por el mundo publicando sus amores ante las montañas de todas partes del mundo, recorren sus valles para ver si entre sus maizales se oye ‑como en su llajta‑ el canto de la niña de trenzas negras, aquella que nos producía el extraño temblor del primer amor.
Ellos han hecho suya la esperanza de su gente y le cantan cada vez que sienten la sangre caliente que sube quemando sus gargantas, despierto el indio profundo ‑aquel que lanza gritos de guerra ‑, flameando su poncho como bandera de libertad. También nos cantan a los que abandonamos el valle, que parece recordar al hijo (uno, todos), que «llorando se fue y le dejó solo sin su amor». Y es tan fuerte su intensión que todo un mundo canta y baila con ellos, cautivados por sus canciones.
Catorce discos o mas son la evidencia de su fecunda peregrinación y de su definitiva identificación con esta patria a la que vuelven con infantil fruición después de cada éxito (cada vez más frecuente) para compartirlo con sus hermanos y amigos, con la modestia de siempre, para mimar a su madre que aun no entiende tanta alharaca por sus canciones y para seguir creciendo en el camino que han trazado para quienes quieran seguirles.
Este es un homenaje para ellos: lo merecen con creces.