Extraído de La Razón / Erick Ortega / 15 de septiembre de 2013
Hector Ledezma, probablemente es el único sacerdote capinoteño. Lleva su mensaje de amor con humildad y alegría.
Mi padre estaba internado en el Hospital Obrero de La Paz: piso quinto, sala tres, tercera cama a mano izquierda. Adolorido y aburrido, pocas cosas lo ponían de buen humor. Una noche, después de la salida de los parientes, cuando sólo se oía el caminar de los enfermeros y algunos lamentos lejanos, entonces… apareció él. Héctor, un hombre de cabellos blancos que le ganan la lucha a la calvicie, ojos grandes iguales a los de cualquier santo de iglesia, manos grandes de campesino, fornido, de voz imponente y con toda la pinta de ser un hombre bueno.
Entró a la pieza donde estaban mi padre y siete enfermos más. Su presencia causó incomodidad entre quienes querían empezar a dormir y aquellos que lidiaban con sus sufrimientos en silencio. Cuando habló, todo cambió. Eran aproximadamente las 22.00 y se puso en medio de la sala. Abrió las manos y preguntó a su audiencia si le gustaba el fútbol. Todos, venciendo los dolores de su cuerpo y atraídos por el tema, levantaron la mano. Luego les consultó de qué equipo eran. La mayoría resultó del Bolívar y Héctor sacó pecho porque su chamarra azul marino tenía el escudo del club académico. Les preguntó las alineaciones del equipo en el 66, de la escuadra del 91 y los pacientes intentaban responder pero casi nunca acertaban. Él se sabía de memoria cómo estaban conformados los cuadros.
Los internos hinchas de The Strongest le gastaron bromas y le mostraron tres dedos recordándole que el único tricampeón en Bolivia es el equipo gualdinegro. Entonces rememoró todo lo que el Bolívar ha ganado desde su creación. Bromas y ataques de un bando a otro hicieron que el hecho de estar en un hospital pasara a segundo plano. Cuenta mi padre que parecía que estaban en un café o en una tribuna del estadio antes del inicio de un clásico paceño.
Antes de irse, el extraño y carismático visitante se presentó formalmente. “Soy el sacerdote Héctor Ledezma”. Habló con esa voz dura que conocí días después. Los stronguistas se sonrojaron porque habían debatido con el representante de Dios en el Hospital Obrero y los del Bolívar festejaron la revelación. Se sacó la chamarra y entonces dejó ver el alzacuello blanco debajo de la manzana de Adán. Rezaron. El sacerdote se acercó a cada cama y estrechó la mano a los pacientes. Después dio una bendición desde la puerta y prometió que volvería. Cumplió su palabra.
Yo lo encontré a media mañana de un día de agosto en la capilla del sanatorio. Me contó, con algo de vergüenza, que no se acordaba de mi padre. Le dije que estaba bien y que él me dio la idea de entrevistarlo. Se alegró por él y me llevó a su oficina.
No estaba vestido con aquella mítica chamarra con el escudo del Bolívar, pero cuando empezamos a hablar hizo el mismo gesto de Clark Kent cuando se convierte en Superman y se sacó la chompa: debajo tenía la polera de la Academia. Empezó a contarme su vida. “De niño, en la escuela, los chicos veíamos cómo jugaban los grandes y nos peleábamos por devolverles la pelota cuando la sacaban de la cancha. Todos hablaban de fútbol en Capinota. Unos eran de Universitario, otros del Chaco Petrolero, había gente de Strongest y Bolívar, pero a mí me gustaba el color celeste. El equipo de mi pueblo se llamaba Primero de Octubre y tenía la polera de ese color”.
De joven quiso ser futbolista pero su inclinación católica pudo más. Se hizo sacerdote pisando los 30 años y ahora tiene 59. Sus amores son, demás está decirlo, el club Bolívar y Dios. Recuerda que en 1985 Bolívar disputaba el campeonato con Real Santa Cruz en Cochabamba. Viajó en flota para ver al cuadro de sus amores. “Mi sobrino llevó un crucifijo y me dijo: ‘Recemos’. El Negro Néstor Raúl Orellana (Real Santa Cruz) sacó el balón afuera, el Perro Ramiro Vargas hizo el gol (para Bolívar) y Guillermo Peña (Real Santa Cruz) pateó junto al palo. Saltamos de alegría”.
En estos tiempos en los que el papa Francisco, hincha de San Lorenzo de Almagro, manda en el Vaticano, Héctor celebra que la Iglesia deje atrás la imagen clásica del cura alejado de la sociedad y de sus pasiones.
Su cariño por el club celeste llegó a oídos de los dirigentes. Por eso, Lothar Kerscher le regaló esa chamarra estampada que él no suele quitarse cuando va a sus rondas hospitalarias. Además, era amigo del anterior director técnico de Bolívar (Ángel Guillermo Hoyos) y tenía un sitio entre los jugadores suplentes para dar suerte divina al equipo antes de los partidos. El capitán Walter Flores le regaló una camiseta autografiada por todos los jugadores y esa prenda es una de sus reliquias.
“Dios es algo muy importante en mi vida”, cuenta, y besa la estola. No hay duda de que su fanatismo se ha metido en el espacio celestial. Cuando bautiza a un niño, pide a los padres que lo hagan bolivarista. Algunos sonríen por la ocurrencia y otros le dan una negativa rotunda. Los feligreses, agradecidos con los favores del sacerdote, le preguntan cómo pueden demostrarle su cariño y él les responde que con una mantita para la virgen. Eso sí, preferentemente, una bolivarista. “Después de todo, el cielo es celeste porque Dios no suelta la bandera”, bromea.
Otra de sus pasiones es el canto, aunque, como él comenta, nadie le creería. En su recorrido también incluye los pabellones de las mujeres y empieza a cantar El rey, Cielito lindo, México lindo y querido, Las mañanitas… Su repertorio es amplio, casi como las sonrisas que les saca a las pacientes. No faltan aquellas valientes que se animan a entonar junto a él, y por momentos el hospital deja de ser un lugar donde hay sufrimiento para convertirse en un karaoke con sonrisas y suspiros. “Es mi forma de llegar a la gente: hablándoles de fútbol y de música”.
Popularidad en los pasillos es lo que le sobra. Mientras caminamos le hablan los doctores y los familiares de los enfermos. Hace bromas a los stronguistas, palmea en el hombro a los bolivaristas. Reparte besos cariñosos en las mejillas a las mujeres que se le acercan.
Su fama ha trascendido las fronteras del Hospital Obrero y también hace rondas en el Materno Infantil. Escoge los sitios al azar y entra sin tocar la puerta, porque médicos y enfermeros saben de su ocupación.
En las tardes, a las 16.00, ofrece misa en el templo de San Agustín, al lado de la Alcaldía paceña. Siempre que puede da un guiño futbolero o musical a sus sermones y ya tiene sus seguidores.
“Por favor, en su nota ponga que, cuando murió Mario Mercado (presidente de Bolívar en los 80), me sentí muy mal, como si hubiera perdido a un familiar”, me pide Héctor. No hay problema, total, yo también soy periodista, bolivarista y amante de la música ranchera.