Como toda víspera de la fiesta de los Difuntos acudí al cementerio. Eran las veinte horas y el cementerio estaba a tope. Todo el pueblo se había volcado a rendir tributo a sus parientes y amigos que los antecedieron en la otra vida. Todas las tumbas tenían sus velas, aún aquellas que no tenían parientes en ese momento. Es curioso, pero en Capinota nunca falta algún amigo o ahijado que se acuerde del muerto y le ponga una vela y, tal vez, una flor o le ofrezca un brindis de rica chicha.
Puse las velas en la tumba de los míos. Con recogimiento los recordé y me alegré porque estuvieran allí, entre tanto conocido. Después di una vuelta por el cementerio para ver aquel acontecimiento en la noche más linda del pueblo. Es, también, una buena ocasión para saludar a amigos que están en la misma faena que uno. Se escuchaba música, pero no porque se quiera fiesta, sino para brindar con los muertos y ofrecerles sus canciones preferidas. Por lo demás, es lindo que te recuerden con música, después de todo es más positivo que el dolor y el llanto. Varios conjuntos y bandas estaban presentes, incluso un desorejado mariachi.
Muchas tumbas remozadas, algunas en el suelo, pero se nota que vuelve la tendencia a enterrarse en mausoleos familiares. Vimos mausoleos nuevos, con luces y mucho brillo de vidrio, en los que se escribe con letras de molde el nombre de la familia a la que pertenece. En algunas tumbas fuimos invitados a beber alguna tutuma de chicha, que aceptamos siempre por el cariño con el que se manifiestan. No había viento. Nos alejamos del cementerio viendo cómo las velas se consumían sin apagarse. Vi por última vez las rosas rojas que dejé a mi padre. Se que estaría contento de saber que eran de su propio huerto.
Al día siguiente comenzaron las visitas a los mast’akus. En la ocasión sólo visitamos tres, de los más conocidos. En cada uno de ellos rezamos, guiados por viejos conocedores del ritual. Como siempre fuimos convidados con copitas de vino dulce y alguno que otro coctelito de colores. A la salida nos regalaron platillos de t’anta wawas, maicillos, biscochuelos y otras masitas dulces que son la retribución por nuestros rezos. El segundo mast’aku estaba lleno de gente. Ni bien entramos nos invitaron un plato de uchucu, que es el plato que se sirve en la ocasión. El uchucu tiene fama de ser el plato nacional aiquileño, pero, en realidad se lo sirve en todo el valle, especialmente en las fiestas de Todos Santos. Es un ají de carnes, que puede tener pollo, res y lengua, y viene acompañado con papas, chuños, arroz y fideos, todo rebalsando el plato, como para no dar crédito que aquello pueda ser consumido por un solo comensal. Pero en materia de comida, el cochabambino todo lo puede. He visto a algunos rezadores comerse hasta tres uchucus en su periplo de oradores compungidos.
Dejé este mast’aku para irme al mast’aku preparado por segundo año consecutivo para Filomena Enríquez, por su familia y, en especial, por su marido Willy Terceros. Tenía un compromiso con ellos, porque el año pasado fui nombrado “compadre” y, junto con mi mujer, recibimos a la t’anta wawa más grande en una llijlla, que este año la pasamos a otra pareja de compadres. Era una responsabilidad moral y espiritual y no podíamos faltar al acontecimiento final, antes de la levantada de la mesa. Consistió en rezar por todos los difuntos de los que los presentes tuvieron memoria. Estimo que fueron sesenta, lo que significó rezar un padrenuestro y dos avemarías por cada difunto. Tuvimos que hacerlo con dos pausas para refrescarnos y aclarar la garganta con rica chicha fresca, con un poco de helado de canela (garapiña). Finalmente, rezamos por todos nuestros difuntos y quedamos tranquilos por ellos. Los parientes y algunos comedidos levantaron la mesa. Regalaron todas las masitas y comida que quedaba y «volcaron la mesa». El espíritu de los difuntos había vuelto al cielo y es mejor que la mesa esté volcada, para que no haya más muertos en la familia en este año.
Después de este ritual tradicional comimos un nuevo uchucu, el más suculento que haya comido en los últimos tiempos, digerible únicamente gracias a que fue regado con chichita nueva, algo de cerveza y un guarapo que Willy había guardado para la ocasión.
Para la sobremesa, los hombres se pusieron a jugar rayuela en un adobe de plomo, comprado en La Cancha, mientras que las mujeres platicaban quedamente y con aire de satisfechas.
Alrededor de las seis de la tarde, se fueron al cementerio nuevamente, llevando todas las flores que quedaban. Dicen que no debe quedar ni una en la mesa o en la casa, todo pertenece al difunto.
La puerta del cementerio viejo ha sido remozada para dejar pasar a los miles de visitantes en la noche de Difuntos
Como en un cuadro surrealista, la gente está quieta, acompañando tranquila y calladamente a sus muertos
Tumbas en el suelo, bien decoradas y con un sinnúmero de velitas alumbrando la noche de los Difuntos
Los hermanos Romero ofrecen música de mariachis a sus padres en la puerta de su mausoleo
Grupo de rezadores en el mast’aku que Martha Escobar preparó en la memoria de sus hermanos
Mesas preparadas por su familia para recibir a Alberto Angulo y a Flavio Mérida, donde acudieron decenas de conocidos y amigos
Después del medio día, cuando los muertos han vuelto a su vida eterna, comienza el vaciado de las mesas antes de ser volcadas.
La mesa ha sido volcada. Todo sigue igual, los muertos ya no están pero queda la satisfacción de la unión espiritual gracias a la presencia del ser querido
La fiesta de los muertos es un momento de encuentro entre los vivos y una oportunidad para comer y brindar por ellos